Dices que tus miedos aprendieron a aullar.
Que tus padres te enseñaron a compartir, pero que esto es el colmo.
Que soy tuyo o nunca lo fui.
Que soy un poco de todos, menos mío.
Que pocas veces aprendí a bailar a tu ritmo.
Que tus mariposas quieren comerte las entrañas.
Que la chingada.
Que las puertas y el jodido frío que hace cuando la habitación está blanca y mi mente blanca y mis ojos en blanco.
Que huevotes de llamarte mía, que huevotes de tirarme al barranco y preguntar si todo está bien.
Que cojones, niña, de querer vivirme en la distancia.
De soñarme y mal cogerme y mal viajarme y desprenderme y enervarme emocionarme, para luego matarme, sacrificarme o abandonarme.
Que verguenza, niña. Dibujarme las salidas y borrarme el otro lado, la otra vida, ocultarme el faro. Reventarme en doce y ponerte en cuatro para luego jugarte la vida en un volado.
Que cojones, mi niña. Descaradamente arrullarme, anclarme, clavarme y mal gastarme.
Que cojones de inflar el globo cerca de las jeringas.
Que terribles cojones de amarme, hacerme amarte y después decirme, partirme, idolatrarme y consumirme.
Que cojones, mi niña, de vivir esperando morir en la luna.
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